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Dijo el sabio Louis Pasteur que maravillarse es el primer paso hacia el descubrimiento y así debe ser Jokte: la injusta medida de un vaso que se rebalsa pero que nos llena y que hemos descubierto en medio del matorral cibernético.

Uno mira el código abstracto, ese puñado inteligible de renglones desparejos, y se resiste a dejar la idea desperdigada en el aire. Con afán irrespetuoso busca el puente que cruce y resuelva la cuestión de fondo, esa perla que se escapa en el fondo de la imaginación y que juega al cálculo irresoluto con la inteligencia; y soporta, en ese coqueteo una presión ancestral que subscribe en cada guión.

Mientras tanto, abre otras ventanas para dejar correr el aire fresco de afuera, necesario para no asfixiar el momento. Subyuga el cerebro y lo envenena, lo exprime y lo dinamita, lo vuelve a armar y lo eterniza en fracciones, lo electriza y lo domina hasta el justo nanosegundo en que salta el placer cuando descubre que en su poder está el dominio de las cosas inmateriales, como ese maldito y amado código que no emerge de la razón.

Investiga y revuelve los pasos anteriores porque hay una certeza mortal de que en algún momento tropezó con la misma baldosa floja y se enchastró los pies. La biblioteca que antecede su vida, y que está un tanto desordenada en su cabeza, tiene ese volúmen ignoto de conocimiento e intuición que cuesta caro a su merced.

De la vereda de enfrente cruzan tiros y flechas de vecinos códigos asesinos que quieren confundir y aprovechar esta guerra intestina de recuerdos, ficciones y verdades marchitas. Hay guerreros inmortales que señalan con el dedo nuestra frente, como indicando el punto donde pegar el zarpazo.

Así y todo, el sol sale siempre, aún sobre los pantanos, los ríos y los arenales. El calorcito de lo que vivimos es como un cariñoso letargo del que luego no salimos más y en el que sumamos varios años a nuestra pertrechada ansiedad sintáctica.

Por todo, programar a veces es un petardo de la memoria, solo hay que encontrar la mecha y encenderla para que al explotar los fuegos artificiales nos rieguen el espíritu del que somos poseídos.

Dijo el sabio Louis Pasteur que maravillarse es el primer paso hacia el descubrimiento y así debe ser Jokte: la injusta medida de un vaso que se rebalsa pero que nos llena y que hemos descubierto en medio del matorral cibernético.